Nunca los árboles están quietos ni tienen el mismo sonido.
Todo los conmueve, el viento, un pájaro que hace nido, un niño que juega con
sus ramas. Del mismo modo, la gente nunca está quieta y siempre suena distinto.
Y suena y resuena, tapando y destapando almas. Es como una corazonada, de que las
personas somos un poco como los árboles, por ejemplo, imaginemos humanos de
hoja perenne o caduca, frondosos o ralitos. Los verdes, vanidosos, no entienden
el desabrigo de los ocres, se burlan acaso de la rama desnuda, sin sospechar
que ella está aliviada. Los pinos están siempre a cubierto y abrigan también a
quien haga falta. Se prodigan desde lo profundo de su mata de hojas sobre la
piel sensible. En cambio los otros, los que quedan desnudos cuando más frío
hace, están concentrados en sobrevivir, en fortalecer su rama, no se distraen
ni para albergar un nido. Cualquiera que sea, es un trabajo duro, y que no vaya
a creer ninguno nadie, que la lleva fácil cualquiera de ellos, árbol o humano.
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