sábado, 1 de mayo de 2010

Significa eso.


Qué veleidosas son las palabras. A veces no se fijan adónde pisan. Causan estragos, de puro indómitas, de cobardes o impulsivas. A veces da vergüenza haberlas escrito, otras veces paz, todo depende. Si nos dejan al descubierto, puede que las odiemos por un instante, no más que eso, porque a la larga las cosas se dicen. O se callan para siempre. Unas inocentes palabritas pueden desatar un remolino. Si, irse de las manos, llagar corazones, lastimar egos. Aunque no sea la intención. Porque quien recibe la palabra, la viste, la desviste, la adorna, le pone y le saca, la transforma en suya. ¡Y qué distinta queda! Casi se diría que es otra. No hay forma, de que algo signifique lo mismo para dos seres diversos, nunca la habrá.
Por eso unos sufren con la misma palabra que otros disfrutan. Ellas esconden mucho más de lo que muestran, son como doncellas del 900 ocultando el tobillo a la mirada de los hombres. Y los tiempos cambian, las historias se complejizan cada vez más, almas añosas enriquecidas y vulneradas por la vida, dolientes y sonrientes, no pueden más que pasar todo lo que ven, oyen, sienten y dicen, por la filigrana de su historia.
Hay almas que tienen en el fondo una tragedia, entonces desgranan palabras para convertir las cenizas en diamante. Son almas en pena, una pena enorme, profunda e inasible, que tiñe todos los amores, que desgaja sonrisas, que distrae el sueño.
Hay almas bendecidas que tienen colores y aromas y risas envueltas en rocío. Son pocas, eso creo, pero cuando nos cruzamos con una, lo iluminan todo, lo inocencian, lo sacuden. Por lo general son almas niñas.
Mis palabras pertenecen a quien las lee, una vez que salieron y se acomodaron en un texto, se me ajenan, se me distancian, se van por ahí a despertar sentires que yo no imagino. Dar palabras a otros es un desafío, una mezcla de generosidad y locura. Otro poco de egoísmo por sentir que ellas son importantes. El que escribe sabe que no podrá entender nunca al que lee. Y el que lee, debe saber, que no alcanzará jamás a entender al que escribe. Es así de fatal. ¿Acaso ves lo que yo estoy viendo? ¿Es posible? ¿Acaso es posible que sientas lo que yo, en este instante? Ya sé la respuesta, “no”. Y siempre será, “no”. Pero eso no impide que sigamos intercambiando palabras, porque en última instancia, es nuestro código, por muy indescifrable que sea, es el que tenemos a mano. Si se siente el deseo de comunicar algo, de lanzarlo al viento y soplar suavecito para que el mensaje llegue lo más acomodadito posible, hay que hacerlo, es la naturaleza humana que rinde homenaje a la diversidad.
Por eso hay que decodificar, cuando alguien escribe “me gustaría verte”, debe aclarar que está queriendo decir eso mismo, ni más ni menos, ni terrible, ni grandioso.
Explicar, en buen lenguaje que “me” es “a mí”, que “gustaría” es “agradaría mucho” y que “verte” es “poner mis ojos en ti”. Sólo eso significa; bueno, convengamos en que no podemos decir “sólo eso”, deberíamos decir “todo eso”.

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